Cuando la actualidad se vuelve tan inquietante como ahora lo mejor es ampliar la perspectiva, y no hay perspectiva más amplia que la cósmica. Por eso me he dedicado estos días a releer una obra de juventud: Cosmos, publicada en 1980 por el pionero de la divulgación científica seria, Carl Sagan.
Después de ofrecer con remarcable concisión (e inusual humanismo) un curso básico de física, química, biología y astronomía, Sagan llega en los últimos capítulos a la cuestión que más le interesó durante toda su carrera: la posibilidad de comunicación entre distintas formas de vida inteligente en el universo. Conditio sine qua non para que pueda darse tal comunicación es que de hecho existan distintas formas de vida inteligente capaces de establecer contacto, o dicho desde nuestra posición, que la Humanidad tenga con quién comunicarse. Desde un punto de vista científico, que no puede permitirse fantasías ni creencias insustanciadas, la situación es clara: no existe a día de hoy ninguna evidencia irrefutable de la existencia de tales formas de vida. Pero sin abandonar el razonamiento estrictamente científico sí es posible realizar estimaciones, proyecciones y cálculos de probabilidades a partir de la información con la que contamos.
Con ese fin, Frank Drake, compañero de Sagan en la universidad de Cornell, desarrolló una fórmula matemática que tiene por objeto ofrecer una estimación objetiva y fundamentada de cuántas civilizaciones listas para el contacto podría haber en la Vía Láctea (es decir, limitándose a tan solo una de entre los cien mil millones de galaxias que existen en el universo observable). Como es de esperar, el resultado del laborioso cálculo no es una única cifra exacta, sino un rango de posibilidades que van desde diez millones de civilizaciones hasta una. La primera opción (diez millones) haría la comunicación prácticamente inevitable. La segunda (estamos solos) imposible. Decepción. La matemática y la ciencia nos dicen lo que ya sabíamos: que no tenemos ni idea.
¿Ha sido por tanto un ejercicio fútil? Para nada, pues en esta cuestión, como en tantas otras, el proceso es más importante que el resultado, y nos plantea los puntos de reflexión verdaderamente interesantes. Veámoslo de forma muy resumida.
El modelo Drake-Sagan parte de un dato para el que tenemos una respuesta relativamente precisa: el número total de estrellas que existen en la Vía Láctea, es decir, de potenciales soles cuyos sistemas planetarios podrían albergar civilizaciones. Esa cifra se va dividiendo progresivamente por las siguientes variables:
(1) – cuántas de esas estrellas pueden tener un sistema planetario,
(2) – cuántos de esos planetas pueden poseer una ecología que permita el nacimiento de la vida,
(3) – en cuántos de esos planetas con una ecología favorable puede de hecho nacer, arraigar y evolucionar la vida,
(4) – en cuántos de los anteriores esa evolución de la vida puede llevar a formas inteligentes,
(5) – cuántas de esas formas inteligentes pueden evolucionar hasta convertirse en civilizaciones técnicamente capaces de comunicación extraplanetaria,
(6) – cuál es el período de vida de esas civilizaciones.
Las primeras tres variables se pueden responder desde las ciencias naturales, y aunque a los no iniciados nos suenen esotéricas, en realidad el conocimiento que los científicos poseen de la Tierra, del Sistema Solar y de la parte conocida del universo permite realizar unas estimaciones objetivas con notable grado de exactitud. Las variables 4 y 5 son más difíciles de afrontar, pero extrapolando a partir de nuestra experiencia como civilización técnica (es decir, que ha llegado a la fase 5) y tomando en consideración la literatura existente que contiene especulaciones científicas rigurosas sobre las condiciones que permiten esa evolución, resulta posible ofrecer también aquí una estimación aproximada y prudente.
Pero el problema de verdad lo encontramos en la última de las variables: el período de existencia de las civilizaciones, o lo que en una metáfora demográfica podríamos llamar su esperanza de vida. Aunque parezca la menos científicamente relevante, esta variable es tan fundamental como cualquiera de las anteriores. Para que la comunicación sea posible, obviamente tiene que haber una simultaneidad temporal entre los que participan de ella. Pero más allá de las dimensiones terrestres hablar de simultaneidad es algo muy peliagudo, pues como todos sabemos en escalas galácticas tiempo y espacio se confunden, hasta el punto de que es una unidad temporal (el año luz) la que usamos para calibrar las distancias en el universo. Así, un mensaje emitido hoy desde la Tierra a una civilización situada a una distancia (muy cercana en términos cósmicos) de 200 años luz, no obtendría respuesta hasta como muy pronto 400 años después. Por tanto, para que sea posible un diálogo significativo la coexistencia simultanea de las civilizaciones debería extenderse durante milenios.
Y aquí es donde Sagan se vuelve lo que podríamos llamar un realista-pesimista. La única civilización de la que tenemos noticia, la nuestra, posee la tecnología que permite el diálogo interestelar desde hace tan solo unas décadas, o lo que es lo mismo, una fracción de tiempo inferior a una cienmillonésima parte de la edad del planeta que nos alberga. Y en este brevísimo lapso, virtualmente negligible a escala cósmica, ya ha desarrollado, en la inquietante cara B de esa tecnología, las condiciones que permiten su propia destrucción, con la cual amenaza de manera constante. Esa amenaza, que la tecnología hace posible, no es sin embargo tecnológica. Es económica, política, cultural, social, en definitiva. Nos hemos topado, no tiene más remedio que admitir el autor, con la “naturaleza humana”.
Cuando Sagan escribía allá por los años 70, el cambio climático no ocupaba todavía los titulares de prensa, sino que el protagonismo recaía en la posibilidad muy cercana de la Guerra Nuclear, la cual menciona repetida y casi obsesivamente en su libro. Por macabra coincidencia el ejemplo resulta de nuevo de actualidad. Cada vez que algún líder mundial se pronuncia sobre la posibilidad de una Guerra Nuclear, lo está haciendo sobre el hecho de mayor importancia cósmica que podamos concebir. Parafraseando un conocido chiste británico, lo que está en juego aquí no es el futuro de la Humanidad, sino algo mucho más importante que eso. Lo que está en juego es que la fórmula matemática de Drake y Sagan nos de diez millones o uno, que el diálogo de la vida en el universo sea inevitable o imposible.
¿Están las civilizaciones destinadas a desarrollarse durante una larguísima y penosa evolución hasta alcanzar las condiciones tecnológicas que les permitan comunicarse para, ipso facto y mediante esas mismas capacidades, autodestruirse? ¿Será la vida en el universo una sucesión de pequeñas chispas, de civilizaciones que tras centenares de miles de años de evolución destellan en un rincón del cosmos para apagarse inmediatamente después bajo el efecto de un hongo nuclear u holocausto equivalente? Si la respuesta a estas preguntas es afirmativa la posibilidad de diálogo interestelar devendrá imposible y el sueño de Brahma consistirá en una tan sobrecogedora como fría combinación de leyes físicas y procesos químicos sin que la vida haya podido más que rozarlos.
Pero estas respuestas no dependen de la mera observación sino de la acción humana, y esto es lo que explica, según Sagan, que sea tan difícil determinar la última variable. Estamos hablando aquí no ya de hechos científicos, sino de cultura y de política, de economía y antropología, de ética y de derecho. La sexta variable del modelo matemático es de entre todas la única sobre la que los humanos tenemos la posibilidad de actuar, aquí y ahora. Con lo que llegamos al mismo punto que ya formulaba Santo Tomás en el siglo XIII, a saber, que las leyes de la naturaleza rigen por igual e inexorablemente a los astros, a los animales y a los humanos, pero que solo estos últimos tienen la capacidad de crear (en aplicación y a imagen de aquellas) sus propias leyes. (Una coincidencia intelectual bastante irónica, por cierto, dada la opinión de Sagan, compartida por muchos científicos y no pocos filósofos, de que el pensamiento medieval supuso un milenio perdido en la evolución de la Humanidad).
Concluyo. Probablemente todos hayamos escuchado (o pronunciado o al menos pensado) en alguna ocasión el cliché contemporáneo “la tecnología salvará al mundo”, entendiéndose por el mundo la Humanidad y el delicadísimo equilibrio físico-químico que necesita para sustentarse. Pero tan cierto es que la tecnología nos da la esperanza de arreglar lo mucho ya dañado como que pone a nuestra disposición los medios para aniquilarnos a nosotros mismos (y a lo que nos llevemos por delante). La tecnología no es, por tanto, el criterio determinante. Lo son nuestras decisiones, nuestras interacciones, los acuerdos que seamos capaces de alcanzar, los principios y reglas que establezcamos y la manera en que las apliquemos, nuestro respeto por la dignidad de la vida humana y de la vida no humana y cómo podamos articularlo en una convivencia siempre compleja y conflictiva. Son la ética y el derecho, no la tecnología, lo que determina si el mundo se salva o se destruye, si la Humanidad llega a su madurez o si es una suicida adolescente, si hay vida para dar belleza y sentido al cosmos o si no la hay. Son la ética y el derecho lo determinante. Y la ciencia y la matemática nos lo confirman.
Autor: César Arjona
Profesor Legal Ethics