Vivir una vida virtual en la que superamos nuestras limitaciones. Donde podemos ser populares a pesar de nuestra timidez, fuertes a pesar de ser enclenques, guapos, aunque en el espejo dejemos bastante que desear. Ser protagonistas de aventuras excitantes, olvidando nuestro rutinario día a día. Volar, burlando la gravedad. ¿Podemos imaginar algo más novedoso, más radicalmente original?
Por supuesto que podemos. De hecho, esa idea no es nueva en absoluto. La ciencia ficción, por ejemplo, la ha venido explotando con creces. Leo de fuente aparentemente fiable que el término “metaverso” lo acuña un escritor del género. Pero no se trata tampoco de una extravagancia rupturista de la ciencia ficción, que en realidad aquí, como en tantos de sus temas, toca en la fibra existencial más arraigada del ser humano. El anhelo de superar nuestros límites, tan obvios y tan tozudos, es viejo como la especie.
En un mundo dominado por la religión, como ha sido el occidental durante siglos, las carencias y los defectos se aceptaban en base a la sumisión a una forma de vida superior a la que se le atribuía ni más ni menos que nuestra propia creación. Enmarcar la insuficiencia en una cosmovisión global y supuestamente coherente permitía aceptar la limitación y aplacar el ansia de superarla. Con buen comportamiento y la ayuda divina esa superación se produciría en el más allá, cielo, paraíso o vida ultra-terrena, el metaverso más influyente de la historia (con el permiso de Zuckerberg). Allí desaparecería toda insuficiencia, dejaríamos atrás toda limitación. No más fuertes ni más guapos ni más listos, minucias todo ello. Simplemente perfectos. El triunfo absoluto, la felicidad sin comparación, el Reino de Dios.
Así descrito, dan ganas de hacer lo que sea para alcanzar ese lugar. Pero quizás no sea esa la actitud más cristiana, si nos atenemos a las palabras que Jesucristo les espetó a los fariseos: “el Reino de Dios ya está entre vosotros” (Lucas, 17:21). Si entendemos la frase en el sentido de afirmar que el Reino de Dios no se encuentra en ninguna “metarealidad”, sino en este mundo, aquí y ahora, nuestra interpretación resultará felizmente acorde con un mensaje espiritual que recorre todas las tradiciones de sabiduría, religiosas y laicas, occidentales y orientales. Un mensaje que, en variadas formulaciones, insiste en que la felicidad, la liberación personal y colectiva, y en definitiva la plenitud, no pasan por escapar a ninguna parte sino por entrar de lleno en este mundo en el que nos hallamos. Todo el premio que podemos conseguir está aquí. Pero eso sí, exige algo que quizás no nos apetece de entrada. Exige aceptar lo que hay. Aceptar lo que somos, nuestras limitaciones, nuestra pequeñez, nuestra impermanencia, nuestra mortalidad, aceptar en definitiva, con Aristóteles, nuestra naturaleza.
Y hablando de naturaleza, resulta cuando menos llamativo que la posibilidad inmediata de vivir en realidades virtuales como el metaverso coincida precisamente con el momento histórico en que la Humanidad cobra consciencia del destrozo que está provocando en la que hasta ahora ha sido su única realidad, su universo. La conjunción temporal de estos dos fenómenos (meta realidad y cambio climático) nos traslada de nuevo a la ciencia ficción: personas y replicantes deambulan en confusa amalgama por las calles de una Los Ángeles pseudo-apocalíptica mientras la publicidad martillea constantemente las ventajas de ir a vivir al Off-World. Blade Runner ofrece solo una de las múltiples versiones que han convertido este tema en un verdadero tópico de la literatura futurista. Las condiciones medioambientales de la Tierra han degenerado hasta tal punto que la Humanidad (o al menos los pudientes entre la Humanidad) emigra al espacio exterior, sea para contradecir a Jesús creando un verdadero edén extra planetario, sea para seguir expoliando el cosmos, como la especie invasora y depredadora que somos.
La tecnología para permitir tal cosa está lejos de madurar, pero mucho más cerca está al parecer la que hará posible el metaverso. Si el turismo espacial sigue siendo cosa de algún millonario excéntrico, las empresas que desarrollan los metaversos nos prometen que podremos disfrutar en breve y en masa de un producto comercial al gusto del consumidor, en el que cualquier hijo de vecino (que estadísticamente habrá sido más educado por los videojuegos que por los libros) podrá vivir sin impedimentos su vida virtual, su vida sin limitaciones. Un Off-World a la medida de cada uno.
Quizás pasarse por ahí un rato será divertido. O quizás no: los problemas jurídicos, éticos, políticos y económicos que la mera posibilidad del metaverso abre son tales y de tal complejidad que abruman. Pero en todo caso, me parece bastante evidente que el deseo de vivir en un mundo virtual, por un lado, y la aceptación de la realidad tal cual es, por otro, responden a energías vitales opuestas. Quizás incompatibles. Y aceptar la realidad tal cual es implica aceptar entre otras la realidad del desastre ecológico, lo cual es especialmente duro, como atestiguan los psicólogos que dan cuenta del fenómeno de la “eco-ansiedad”. Ante ello: anhelo de escapar, de vivir una vida más placentera, más bonita, con menos responsabilidades, engancharse a ella. La huida y la adicción son reacciones típicas frente a la ansiedad. Y en este momento de nuestra evolución, con la naturaleza humillada y la tecnología desbocada, se abre la posibilidad de dar una espantada de nivel civilizatorio.
¿Lo que nos iría mejor? Aceptar cada uno de nosotros que somos menos guapos, menos fuertes, menos ricos, menos simpáticos y menos exitosos de los que nos gustaría. Y limpiar entre todos este desastre que llevamos tanto tiempo perpetrando.
César Arjona
Profesor Legal Ethics