Imaginemos esta situación. Una persona que camina por la calle se detiene frente al escaparate de una tienda de muebles a contemplar una silla. Dentro de la tienda un potencial cliente está mirando la misma silla. En un sentido muy literal podemos decir que, aunque las dos personas observan un mismo objeto, ven cosas distintas. La que está en la calle ve la silla de frente mientras que la que está dentro lo hace de perfil; para la primera tal vez la silla parezca más pequeña, ya que se halla a más distancia; e incluso puede que no la perciban del mismo color a causa de los efectos que produce el reflejo del sol en el cristal. Añadamos ahora un tercer personaje: la persona que iba por la calle lo hacía en compañía de un amigo que se detiene junto a ella, frente al mismo escaparate. “¿Qué te parece esta silla?”, le pregunta la primera. “¿Qué silla?”, responde su amigo, “yo ahí veo un elefante”.
Es una historia un poco tonta, de acuerdo, pero si pensamos en las consecuencias que podría tener para los personajes involucrados descubriremos ciertos paralelos con cosas que suceden en nuestra sociedad, y que no son ninguna tontería. Para empezar, las dos primeras personas tienen algo de lo que hablar, están en situación de poder mantener una conversación o una discusión con sentido sobre un mismo objeto de interés: la silla. Tal vez la que está en la calle trate de persuadir al potencial cliente de que desde su visión frontal tiene una mejor perspectiva del mueble. O puede que sea el cliente, que está dentro de la tienda, quien convenza a la persona que está en la calle de que el color que le atribuye a la silla es erróneo, a causa del reflejo del sol. A lo mejor, como resultado de esas conversaciones ambas personas llegan a una misma conclusión sobre la silla y sus características. O tal vez no; puede que concluyan que sus perspectivas son irreconciliablemente subjetivas y que, aunque miren al mismo lugar no ven la misma cosa.
Pero ninguna de estas opciones es posible con el tercer personaje, el del elefante. Ninguno de los otros dos puede tener con este una conversación con sentido ni un intercambio sensato de pareceres o de información relevante. Sea por su enajenación, sea por su mala intención, este tercero ha planteado las cosas de manera tal que no existe una mínima base racional desde la que tener una discusión que valga la pena.
Por desgracia el discurso público hoy en día, sea en el terreno de la política, sea en el de la moral y la ética, se parece cada vez más al contraste silla versus elefante. Utilizando una muy gráfica expresión inglesa, we talk past each other. Hablamos de cosas distintas creyendo que lo hacemos sobre lo mismo, pero si unos maúllan y otros ladran, de eso solo sale ruido. Los debates éticos se (de)forman a base de eslóganes de tweet que no admiten un examen mínimamente detallado, las reivindicaciones de justicia se gritan a voz en cuello detrás de pancartas estridentes, y los debates políticos se parecen cada vez más a lo que Michael Sandel llama shouting contests, competiciones de gritos. Pero la sabiduría popular dice que no por hablar más alto se tiene razón. Y se podría actualizar el dicho: ni por hablar más alto, ni por tener más likes, o más followers, ni por soltar los zascas más ingeniosos. Si montásemos un concurso de popularidad en redes sociales sobre el micro-escenario del comienzo, no es descartable que lo ganase el del elefante. “¡Qué gracia tiene el tío! Dice que es un elefante y se queda tan ancho…”. Quizás crea tendencia y se convierte en influencer. Pero la silla seguirá siendo una silla, y lo del elefante seguirá siendo una chorrada.
En teoría ética (o por ser más precisos, metaética) tomarse en serio al del elefante tiene un nombre: escepticismo moral. Me explico. Seguramente la pregunta (meta)ética más importante de nuestro mundo global sea la de si existen unos criterios morales objetivos (es lo que defiende el objetivismo o realismo) o si los criterios morales dependen de percepciones individuales o culturales (como defienden el subjetivismo o el relativismo). Sin embargo, en tiempos más recientes está adquiriendo espectacular predicamento una tercera opción en discordia: el escepticismo ético.
A diferencia de las otras posiciones, el escepticismo no admite la discusión racional sobre valores éticos, pues considera que estos son esencialmente personales y no hay nada que decir sobre su justificación objetiva. Cuando afirmamos que algo es moralmente correcto o incorrecto simplemente estamos diciendo que algo nos gusta o no nos gusta. Igual que le damos un like a una canción, a un influencer que seguimos, o al tipo del elefante que nos parece muy gracioso, le damos un like a la dignidad humana, a la igualdad de género, o al derecho a la intimidad. Y esperamos que tengan muchos más likes, aunque por supuesto también puede haber haters; eso depende de cada cual.
Como señala Alasdair MacIntyre, uno de los grandes nombres de la teoría ética contemporánea, el debate moral se caracteriza cada vez más por la arbitrariedad. Y arbitrariedad y subjetividad no son lo mismo. Hay de hecho una gran diferencia entre ambos conceptos. La subjetividad nos remite, en el ejemplo del comienzo, a las dos perspectivas distintas sobre la silla. La arbitrariedad, al elefante. La arbitrariedad es el terreno del todo vale, del n’importe quoi, dirían en francés. Esto lo hago así no porque haya un deber o un derecho externo a mí que lo ordene o permita, sino porque así me parece, o así me gusta. No hay más autoridad que mi propio albedrío, y lo más parecido a un valor moral objetivo será como mucho una coincidencia de pareceres, de gustos, tal vez de emociones. Me gustaría que los demás lo viesen como yo, sintiesen lo mismo. Y el propósito de la discusión ética, o de lo más parecido a una discusión ética, no será otro que intentar revertir esas preferencias arbitrarias de los demás para que coincidan con las mías, para lo cual es más eficaz el eslogan, la bravuconada o, llegado el caso, la amenaza, que la argumentación racional.
Insisto en esto, porque es crucial. Subjetivismo o relativismo ético no equivalen a escepticismo, y no tienen por qué llevar a él. Es perfectamente posible que existan posiciones diversas y enfrentadas sobre valores éticos, y que aun así sean susceptibles de discusiones fundamentadas, incluso aunque no se logre llegar a un acuerdo estable. Ejemplo: dos personas pueden afirmar el derecho a la vida como una parte consustancial de la dignidad humana, y sin embargo defender una de ellas la legitimidad de la pena de muerte y la otra no. Y nadie negará que tiene sentido embarcarse en una discusión al respecto; de hecho, es una de las más importantes del Derecho penal moderno. Lo que caracteriza al escepticismo, sin embargo, es que niega la posibilidad de un debate racional con sentido, pues el criterio de justificación no es solo subjetivo en función de la posición de la persona o relativo a su cultura, sino meramente arbitrario.
En ese espacio inmenso entre subjetividad y arbitrariedad se nos cuelan muchas cosas, entre ellas las fake news, las demagogias de todo tipo, los negacionismos y radicalismos más abstrusos, los populismos y los trumpismos, las trincheras virtuales que nos abocan a la violencia (virtual o real), y a la larga los escenarios distópicos que se atisban tras el uso indiscriminado de la tecnología sin otro freno que los grandes números agregados del like/hate.
Por precisión intelectual: no estoy diciendo que el escepticismo ético sea una posición insostenible. Sí me parece que es problemática, peligrosa y perversamente tentadora. Tentadora porque parece fácil, cuando en realidad ser escéptico con fundamento es muy difícil. Para empezar, hay que estar dispuesto a aceptar que veinticinco siglos de filosofía jurídica y moral en Occidente han sido una pérdida de tiempo, un intento errado de preguntarse, de reflexionar, de discutir mediante argumentos y de tratar de encontrar a través del uso de la razón qué es lo éticamente correcto e incorrecto. Y afirmar eso con honestidad exige, además de bastante estudio previo para conocer lo que se está despreciando, la firme voluntad de mantener que llevamos desvariando desde Platón. Lo cual no es una posición exactamente cómoda, como puede comprobar cualquiera que lea a Friedrich Nietzsche.
Además, el escéptico debe estar dispuesto a aceptar que sus propias ideas morales, la que le acompañan (lo quiera o no) desde su infancia, carecen de valor más allá de la arbitraria expresión de un gusto o de una emoción, y que todos los intentos que ha hecho por discurrir sobre lo correcto y lo incorrecto eran un auto-engaño. Y por si eso fuera poco, tiene que extender este ejercicio de nihilismo más allá de su propia persona, echando por tierra el abundante corpus de estudios empíricos que, desde las ciencias sociales, demuestran la convergencia de valores éticos básicos a través de líneas geográficas y culturales. Algunos critican: “eso es imperialismo occidental disfrazado de derechos humanos”. Crítica no baladí, pero en todo caso parece que algo más profundo está involucrado. Así lo sugieren los juristas, historiadores y antropólogos que han documentado como, en escenarios de genocidio y limpieza étnica, uno de los primeros pasos de los perpetradores es el de crear para sí mismos una retórica que niega a las víctimas su condición humana. No olvidemos que los nazis (carta comodín de los escépticos) tuvieron que construir toda una abyecta filosofía racial para justificar sus atrocidades. Untermench eran los destinados a la destrucción. Porque a los mench, a los seres humanos, esas cosas no se les hacen. Ni los nazis.
Estos últimos ejemplos dejan claro que apoyar o rechazar el escepticismo no tiene nada que ver con predicar la bondad o la maldad natural del ser humano. La secular historia de nuestros enfrentamientos nos presenta como una especie agresiva y bastante indeseable, pero no apoya la arbitrariedad moral ni el escepticismo ético. Como tampoco lo apoyan los recientes estudios sobre ética evolutiva, como los de biólogo Frans de Waal, que demuestran a través de experimentos que en los primates más avanzados ya se dan los pilares básicos de la ética, junto con otros elementos de una racionalidad más o menos rudimentaria. Un mono capuchino es capaz de entender que igual trabajo merece igual compensación, y un gorila se pone en la piel de un semejante que ha perdido una pelea y lo consuela dándole un abrazo sin obtener nada a cambio. Esos comportamientos, observados y constatados repetidamente, no son arbitrarios. No pueden serlo por definición, pues de los animales, a diferencia de los humanos, no es predicable la arbitrariedad ni el libre albedrío.
Concluyo. La era de internet y de las redes sociales ha llamado a la esperanza de un debate público más profundo, rico, plural, democrático, participativo y comprometido, no ya exclusivo de las élites y de los apolillados procesos de la política, del Derecho y de las academias. Bendita esperanza, pero por ahora apenas hay observador serio que no esté notando lo contrario: polarización de posiciones enfrentadas, agresividad, demagogia, simplificación y pobreza del lenguaje, aplanamiento y homogeneización de discursos, y un ruido ensordecedor en que el todo vale y el n’importe quoi se encuentran más a gusto que el contraste serio de argumentos. Terreno idóneo para la arbitrariedad moral y el escepticismo ético. Será mejor que la tendencia revierta. Y mientras tanto, crucemos los dedos para que la dignidad humana siga recibiendo muchos likes.
César Arjona Sebastià
Profesor titular ESADE Law School