Del fuego al 5G: solo somos homínidos con smartphone

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Cambia la tecnología, pero no cambian nuestras intenciones. Desde el alba de los tiempos las sociedades humanas han evolucionado entre la cooperación y el conflicto, entre dogmas e incertidumbres, entre la ambición de comprender el alma y la de alcanzar las estrellas.

Si la historia tiene una dirección, si la modernidad tiene un significado o una previsibilidad, lo desconocemos. Lo que sí sabemos es que el grado de conocimientos que hemos adquirido como especie y el desarrollo tecnológico han sido el motor de cambio social, económico y político más determinante de la historia. Con capacidad para lo mejor y lo peor, tal y como nos enseñó el XX, la tecnología ha dejado resultados dispares y no pocos dilemas éticos. Hemos aprendido que la tecnología es a la vez promesa de una vida vida mejor pero también objeto de rivalidad y control. La tecnología es un espejo de nosotros mismos.

Este año celebramos medio siglo de la llegada del hombre a la luna. Un hito alcanzado tan solo 66 años después de que los Hermanos Wright llevaran a cabo el primer vuelo en aeroplano sobre una playa de Carolina de Norte. Solo la perspectiva de la historia nos permite calibrar debidamente la exponencialidad de nuestra era. Como sugiere un ancestral adagio chino, tal vez seamos más hijos de nuestros tiempos que de nuestros padres.

Desde que aprendimos a controlar el fuego, la tecnología ha sido palanca de poder y fuente ventaja geopolítica sobre la que proyectar la pulsión de animus dominandi del que hablaban los clásicos y que plausiblemente caracteriza la condición humana. El ferrocarril, las vacunas, la electricidad, el transporte aéreo, la energía atómica, el smartphone… la experiencia humana se ha moldeado en buena parte a través de la tecnología disponible y su democratización. Lo que no ha cambiado es la pugna por su desarrollo, uso y control.

El progreso tecnológico es pues un proceso de creciente exponencialidad mientras que la ambición sobre su control es lineal, una constante que se sigue explicando mejor a través de la obra de Shakespeare que mediante sofisticados estudios y hallazgos neuronales. Es ésta una dinámica tan imparable como obviada, el verdadero telón de fondo de nuestros tiempos y que representa un reto monumental para desarrollar normas y establecer regulaciones efectivas.

La llamada Cuarta Revolución Industrial, con sus oportunidades e incógnitas, será la mayor disrupción tecnológica jamás vista en este planeta en alcance, velocidad e impacto. Esta fase tardía del Big Bang industrial que se inició hace 200 años es heraldo de un futuro que ya es presente. Ofrece un crisol de nuevas oportunidades tecnológicas con un potencial difícil de calibrar y que invita más al vértigo que al confort. Posee la capacidad de erosionar convenciones y convicciones, y tiene el poder para que reimaginemos la manera en la que ciudadanos, empresas y gobiernos operan, deciden y coexisten en un mundo donde la realidad empieza a ser la nueva ciencia ficción. Vivimos una era donde se cumple la profecía de Arthur C. Clark según la cual “cualquier tecnología suficientemente desarrollada es indistinguible de la magia.”

Llevamos semanas analizando y debatiendo sobre el caso Huawei y la rivalidad por el 5G. Ello es pertinente. Pero a la vez esconde una verdad tan velada como incómoda: será una mera anécdota en pocos años, tal y como lo es hoy la pugna entre los sistemas de video VHS y Beta en los 1990s. Será una nota a pie de página en la historia y eventualmente un educativo caso de estudio para las business school. Y a muchos se les escapará lo verdaderamente relevante: la sobreatención que damos a los eventos concretos y el déficit de atención a las tendencias y corrientes de fondo que están redibujando la realidad.

Es razonable pensar que hoy estemos viendo en acción las dos fuerzas materiales más poderosas de la historia: la globalización y la revolución tecnológica. No son nuevas, pero sí su capacidad para modificar muchos de los paradigmas que explicaban la lógica del mundo. Ambas fuerzas, aun teniendo naturaleza distinta, se retroalimentan y empujan a la sociedad a una espiral de cambios profundos e irreversibles. Tal vez nuestra única certeza sea que las cosas no volverán a ser iguales.

Nunca hasta ahora fue tan necesaria una perspectiva amplia y profunda de quiénes somos y de dónde venimos. Nunca antes la responsabilidad individual y colectiva fue tan decisiva para enbridar el potencial de las nuevas tecnologías y orientarlas al bien común.

Por más tecnología que nos rodee, seguimos siendo homínidos complejos. Homínidos con smartphone que envían vehículos a Marte. Seguimos siendo una combinación de células y dudas, homínidos que siguen mirando abrumados hacia las estrellas. Y que siguen haciéndose las mismas preguntas fundamentales.


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